Siempre me había
llevado a la cama a quien había querido y cuando había querido. Menos aquel
día. Porque esa vez... me llevaron a mí.
Al día siguiente
quedé con mis amigos como si no hubiese pasado nada. Llevaba una bufanda; no
quería que se viesen las marcas. Pero él sabía que eso no era propio de mí; a
pesar de ello, no tocó el asunto.
Hubo un momento en
que ya no pude soportarlo más:
—Ahora
vengo, chicos. Voy al baño.
Y una vez allí
exploté. Estuve un buen rato llorando en silencio o, al menos, lo más silenciosamente
que pude. Pero el tiempo corrió más de lo que hubiese querido, y él empezó a
preocuparse más de lo que hubiese deseado.
Fue a buscarme y,
cuando oí su voz que me llamaba, me arreglé como pude y salí. Entonces me
preguntó:
—¿Por
qué llevas bufanda? —¿Qué pasa? Es la que me regalaste.
—No es normal y lo sabes.
Intentó quitármela,
pero conseguí esquivarlo y fui hacia donde estaban los demás, así que no tuvo
más remedio que seguirme.
—Me
voy a ir ya, no me encuentro bien.
Pareció que nadie más
había notado nada extraño, así que me coloqué mi capa roja y salí. Sin embargo,
cuando ya estaba en la puerta, él me agarró del brazo y me dijo:
—Déjame
acompañarte. Quiero ir contigo. —No quiero que vengas -le espeté con brusquedad tras zafarme de él.
Me giré y la capa
ondeó tras de mí. Comencé a alejarme sin mirar atrás. Sabía que me estaba yendo
para no volver.
Después de un trecho
que se me hizo interminable, llegué al puente. Ese día el río estaba muy
calmado, más de lo habitual. No quise pensar en nada más. Y entonces volé, y mi
capa también. Volamos en la única dirección en la que sabíamos volar.